El pueblo — era demasiado pequeño para llamarlo ciudad — ocupaba el espacio entre dos abruptas pendientes montañosas.
En Felmer, durante el invierno habría nieve en los aleros oscuros de los edificios, eran negros también. Bajo nuestros pies, el polvo del verano en las calles. Con nosotros, los niños y jóvenes, que nunca habían visto dos españoles atravesando en bicicleta su calle principal, les podía la curiosidad y se acercaban a nosotros y eso y los caramelos que regalamos a los más chicos, y las cervezas a los jóvenes, les llenaba de felicidad.
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